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Perdóname Padre, haz que me perdone. He pecado y no sé cómo arreglarlo.

Supongo que habrá oido la desgracia que ha ocurrido recientemente en Verona. Tantas muertes de tantos jovenes inocentes… y yo, sólo yo tengo la culpa. Lo sabía, podría haberlo evitado. Pero en mi afán por intentar arreglar las cosas a mi manera no hice sino empeorar la situación. Yo, máxima autoridad eclesiástica en Verona, soy un asesino.

Déjeme explicarle cómo sucedió todo. Empezó cuando la pequeña Julieta vino a mi, desesperada, pidiendo mi ayuda. Había pecado, padre, y había quedado preñada de su amante. Cuando él se había enterado de la noticia, en lugar de casarse con ella para enmendar el pecado, la despreció, abandonándola a su suerte. Ahi la tenía yo, desamparada, pidiéndome que intercediera por ella ante Dios y ante sus padres.

Entonces fue cuando se me ocurrió la fatídica idea de arreglar los dos problemas en uno: si conseguía casar en secreto a la hija de los Capuleto con el hijo de los Montesco, podría traer la paz y el sosiego a Verona. Así que le propuse que conquistara al hijo de los Montesco y yo arreglaría rápidamente una boda discreta. Más calmada, regresó a su casa.

A continuación fui a buscar a Romeo. Lo encontré junto a su amigo Mercutio, que se mofaba de él por haber perdido a su amante Rosalía a la puerta de un convento. Cuando me vió, se excusó rápidamente y nos dejó solos. Comencé alabando su fé y su buen corazón y terminé proponiéndole mi plan: si aceptaba casarse con Julieta, además de demostrar a Mercutio que él también era un gran amante, ganaría una hermosa esposa y terminaría la guerra entre Capuletos y Montescos, con una gran victoria para los Montesco. Para mi contento, Romeo estaba tan desesperado que aceptó mi plan, comunicándome que esa misma noche habría una fiesta en casa de los Capuleto, y que iría a conquistar a su joven hija.

Por desgracia, señor, mi plan funcionó perfectamente. ¡Perdóname, Dios mio, ten piedad de este pobre siervo! Sólo pretendía traer la paz y la tranquilidad a mi amada Verona. Aquella misma noche, Romeo y Julieta se prometieron amor eterno y a la mañana siguiente ya estaba concertada la boda. Con la complicidad del ama de Julieta, aquella que contó esta historia para beneficiarse a sí misma, los casamos en secreto y juntos yacieron una noche como marido y mujer.

La desgracia siempre se ceba en los más débiles, y el rumor corrió por toda Verona de que Julieta ya no era virgen y que un amante había pasado la noche en su alcoba. Poco tuvieron que investigar sus padres para averiguar que el, hasta hacía escasos días, amante de Julieta era Mercutio. Enterado de esto, su primo Tybalt decidió vengar el honor de su familia, encontrando a Mercutio en la calle y retándolo a un duelo.

Enterado Romeo de que su amigo había fallecido a manos de Tybalt, no hizo sino correr a vengar su muerte, resultando así castigado al destierro que vos mismo conocéis. Dios me castigó por intentar un plan tan descabellado, a mi, que sólo intentaba actuar de buena fé.

Al enterarse Julieta de que su amado Mercutio había muerto y que su boda con Paris se había adelantado para disimular su estado, quedó tan trastornada que vino a mi a pedirme ayuda espiritual. Me juró y perjuró que si yo mismo no le daba muerte, se haría con algún veneno para acabar con su vida. Intentando apaciguarla, le di cierta poción que una vez ingerida, la haría dormir 72 horas seguidas, fingiendo la muerte, esperando que para entonces hubiera conseguido traer de vuelta a Romeo y deshacer el entuerto. Ella, creyendo que era el veneno que me había pedido, corrió a su casa. Yo, de mientras, fui a avisar a Romeo de que regresara.

Aciagos son los caminos, que mi mensajero cuando llegó no encontró a Romeo donde debiera de estar. Agobiado, sabiendo que Julieta despertaría sin encontrar a mano una solución a su situación, confié en su prometido Paris para que fuese a despertarla y le prometiese casarse con ella de todas formas, cuidándola y amándola a pesar de todo. ¡¡Ruín destino!! que no quiso que ninguno de mis planes finalizara con éxito, pues Paris se encontró en la puerta de la tumba de Julieta con Romeo.

Sabido ya de los amores de su futura esposa con éste, y sabiendo que mientras Romeo continuase vivo no podría formar parte de la familia Capuleto, Paris le retó a un duelo de honor. Romeo, por su parte, creyendo que Paris era el causante de la precipitación de la muerte de Julieta, su único salvoconducto para regresar a Verona con los suyos, aceptó el duelo sin más preguntas. Aciago, muy aciago día aquel en que Romeo se sobrepuso con la espada a Paris.

Cuando Romeo entró en la tumba y descubrió lo que creyó el cadaver sin vida de Julieta y enloqueció, pues sabía que su matrimonio con Julieta era el único motivo que podría aliviar su destierro. Viéndose perdido, sin esperanza, recurrió a un veneno que había traído consigo y falleció en el acto.

Julieta, por su parte, cuando despertó de su sueño, encontró a su marido y a su prometido muertos a sus pies, sin comprender bien por qué seguía viva y viendo que sus posibilidades de matrimonio para cubrir su vergonzoso estado eran nulas, decidió acabar su vida con la punta de un puñal que Romeo llevaba consigo.

Y ésta, y no otra, es la verdadera historia de Romeo y Julieta, mal contada por la traidora ama de Julieta en otra ocasión. Una historia de honor y poder. Una historia donde el poco amor y respeto que se respiraba en Verona acabó con la vida de tantos hermosos jovenes. Una historia que jamás hubiera ocurrido si yo no hubiera intrigado.

Señor, haz que me perdone, yo sólo quise el bien.