Todos en soledad

¿Cómo? ¿Cómo explicarles que yo soy ellos? Amigo, enemigo, amante, vecino, vagabundo, millonario, … Sean quienes sean, yo formo parte de ellos.

Lo he visto. Ahora, cuando la muerte me acecha, cuando ya será imposible que me comunique, es cuando lo entiendo todo. Les miro a los ojos y veo sus vidas pasando delante de mi. Las he vivido, las conozco, las he visto.

Me cuesta trabajo respirar. El tubo que me conecta a esa máquina no me deja decirles nada. Me gustaría decirle al médico que no pasa nada, que no fue un error suyo en la operación, yo ya estaba viejo, que era mi hora. Me gustaría decirle a mi hija que no se preocupe, que conocerá a una persona maravillosa con la que conectará y será feliz. Pero no puedo. Y, supongo, tampoco debo.

Todo se vuelve oscuro. Pero justo antes de morir recuerdo algo… algo que no sólo he vivido, sino que recuerdo siempre antes de morir.

Un dios, poderoso y vengativo. Un ángel a su servicio, torpe y rebelde. Un castigo.

Un dios creando un mundo sólo para ese ángel. Inculcándole instinto de supervivencia, de reproducción. Obligándole a olvidar que fue un ángel para vivir la vida de un ser anónimo. Y la de sus hijos. Y la de los hijos de sus hijos. Un ángel, obligado a vivir todas y cada una de las vidas de los seres humanos.

Porque tú eres yo. Porque somos todos. Porque somos una sola alma que viaja adelante y atrás en el tiempo, viviendo todas las vidas. Haciéndome daño, matándome, torturándome bajo otros cuerpos, con otras identidades.

Cuando fui un asesino malvado alivié mi suerte, cortando de raíz mis propios sufrimientos. Cuando fui una madre feliz sólo estaba alargando mi condena.

Y, hasta que no extinga la raza humana, seguiré reencarnándome en todos y cada uno de los seres humanos que vayan naciendo, sufriendo, reviviendo el dolor, infinitamente. Haciéndome daño a mi mismo.