Un tarro de cristal

Agita suavemente el tarro de cristal mientras observa cómo la sustancia opaca y casi grisácea que contiene se balancea entre sus paredes. Ya queda poca. Demasiado poca. ¿Cómo ha podido ocurrir? Tenía que haber sido más previsor. Se lo advirtieron. Todavía recuerda el discurso que le dieron cuando le entregaron el tarro, hace muchos muchos años:

“Úsalo con cautela porque al final siempre te parecerá poco. Recuerda que para conseguir cosas en esta vida, tendrás que dar parte del contenido. Escoge con cuidado tus objetivos porque no podrás comprarlos todos.”

Ahora ya no importa, piensa. Cuando se lo dieron era tan blanco y puro, tan brillante. Un enorme tarro lleno hasta arriba de inocencia. En manos de un niño que tenía todas las posibilidades a sus pies. “Hay suficiente”, pensaba, “esto es sólo el principio, un poquito para probar cosas.”

Y un poquito llevó a otro poquito. Y cuando quiso darse cuenta, tenía el tarro medio vacío. Ya entonces se asustó y decidió moderar su uso. Pero la vida seguía dando bandazos y hubo oportunidades que no supo rechazar.

Así que ahora lo usa con cautela, abriéndolo sólo para las ocasiones especiales. Porque cuando su inocencia se acabe, cuando gaste la última gota que contiene el tarro, entonces la vida se volverá fría y opaca. Entonces, ya nada podrá sorprenderle. Y habrá llegado el final.