Aquel castillo

Llevaba varias semanas de camino. Había conseguido atravesar el Pantano de la Desesperación y había logrado rodear el Lago de las Lamentaciones. Ahora, a través del Desierto Interminable era todo más relajado. Había sido un camino duro, pero esta última etapa le permitía recuperar fuerzas. El paisaje podía ser monótono, pero al menos era predecible.

Era una estampa brillante, le gustaba el contraste de su caballo negro con sus ropajes blancos. Ahora un poco más amarillentos, por toda la suciedad del viaje, pero seguían siendo un cuadro digno de ser pintado. Y ella lo sabía. Era una princesa guerrera, valiente y osada. Se escribirían historias sobre sus aventuras mucho después de su muerte.

Tras varios días de camino, allí estaba. Finalmente. El dragón custodiando el castillo. La última prueba antes de poder liberarle. Azuzó a su corcel y desenvainó la espada. No le costó mucho conseguir hacer huir al dragón. Seguramente él también había oído hablar de sus hazañas. O quizás simplemente le asustó la fiereza sin miedo con la que corrió a su encuentro. El caso es que huyó, dejando el camino libre.

Ella llamó a la puerta y entró. Él parecía que la estaba esperando, vestido como un digno príncipe azul. Alto, guapo, desgarbado.

Ambos se miraron.

Él sonrió, con esa sonrisa suya que le conseguía todo lo que se proponía.

Ella le devolvió la sonrisa, con esa sonrisa que desarmaba a todos.

Durante unos segundos, se miraron en silencio. Ella, finalmente, rompió el silencio con su suave voz aterciopelada:

-Lo siento, tu princesa está en otro castillo.

Y se fue, dando media vuelta y dejando la puerta abierta, por si él quería irse.