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Cayeron mis alas y yo no me rendí por eso ven aquí… brindemos que hoy es siempre todavía…
Quedan pocos ángeles. La mayoría de ellos hace tiempo que desistió en su empeño y los pocos que quedan procuran no llamar mucho la atención. Viven ajenos a todo, ausentes, casi níveos. El mundo ya no es para ellos.
Siempre había creido en un futuro mejor. Por eso se le había visto una y otra vez remontando el vuelo después de cada caída, volviendo a levantarse del suelo para alzar las alas una vez más. No importaba las veces que cayera, porque siempre había una nueva oportunidad para desplegar las alas y volar hacia el sol.
Esta vez es diferente. Su cara, pálida, queda desdibujada bajo el agua. Y con ella, quedan hundidas muchas esperanzas truncadas. Podría seguir así, sin importarle, quitarse el polvo de encima una vez más, sacudir sus lágrimas y remontar el vuelo. Sin embargo, no puede, hay algo que se lo impide.
Corta sus alas de un tajo, con un golpe limpio. No sangra, los ángeles nunca sangran, a no ser que quieran fingir que son mortales. Despega una pluma de ellas y la guarda con cuidado junto a su pecho. Con el resto de las alas hace una hoguera, visible desde muy lejos. Cuando el último rescombro se apaga, se levanta y se aleja sin mirar atrás.
Ahora, camina entre el resto de los mortales, igual que ellos, pero con una diferencia: dos tenues marcas en su espalda. Casi no se notan, no las siente, excepto esas noches de luna llena, cuando los ángeles se reúnen bajo las estrellas, nota un ligero cosquilleo y siente añoranza de sus alas, de cuando volaba libre, sin rumbo ni destino, sin preocuparse de si el sol le quemaba o el frío le helaba.