Sangre VI y fin

Organizamos una fiesta. Me dediqué a recolectar la sangre más exquisita que pude encontrar y se las serví de todas las maneras que había aprendido a lo largo de mis años de convivencia con los vampiros. Fui la patrona perfecta, cuidando hasta el más mínimo detalle, preocupándome de la comodidad de todos ellos, alabando las horrendas vestimentas que habían elegido creyendo que dando más miedo serían más vampíricos. Esto, unido a mis pequeñas anécdotas medio inventadas que supe intercalar en la conversación, consiguió que me los fuera ganando. Kite estaba asombrado. No sé si realmente creyó que yo había hecho todo lo que dije, supongo que le parecería demasiado inusual en mí, pero tampoco se atrevió a decir nada.

Cuando supe que mi reputación vampírica estaba en lo más alto, decidí poner dramatismo a la situación y empecé a hablar con voz grave de las estacas. Sabía, estaba segura, que picarían el anzuelo. Todos querían saber si había alguna manera de evitar la muerte: eran superiores, tenía que haber alguna manera. Al principio me mostré cauta, me negaba a dar datos pero dejé escapar alguna que otra insinuación velada de que había alguna manera de superar, incluso, las estacas, pero que era un secreto muy bien guardado a través de generaciones y que muy pocos vampiros habían tenido el privilegio de saberlo.

Al llegar a este punto Kite estaba descompuesto. Jamás habíamos hablado de estacas, él podría creer muy bien, como todos, que eran un peligro mortal. Sin embargo, no recordaba en ningún momento que yo le hubiera dado ningún arma invencible contra las mismas. Pero como todos parecían seguros de que nosotros dos teníamos esta protección, tampoco se atrevió a decir nada que pudiera descubrirlo.

Mientras tanto el resto de los vampiros empezaron a intentar convencerme de muchas maneras para que les desvelara el secreto. Poco a poco fui enterneciéndome con ellos, llamándoles mis hijos, mis pequeños, mis protegidos. Y acabé prometiéndoles que les ayudaría a protegerse de las estacas. Les dije que era un proceso complicado y que debían ir pasando uno a uno a mi habitación, donde les haría un conjuro que les protegería.

Dócilmente les fui introduciendo en mi alcoba para morderles. De nuevo sentía esa borrachera de felicidad que iba llenándome conforme iba bebiendo la sangre de vampiro. Iba colocando los cadáveres fuera de la vista y le decía al vampiro que iba a morder que estaban tras una puerta, celebrando su nueva habilidad. Luego le pedía que cerrara los ojos, y tras meterle miedo de manera sutil, acababa avalanzándome a su cuello. Ninguno hizo ningún gesto para detenerme, aunque estoy segura de que deberían haber sospechado algo, al menos en los últimos momentos de su vida.

Catorce cuellos después, salí triunfante a donde me esperaba Kite. Para rematar la faena, manché ligeramente de sangre un trozo de madera y se lo mostré orgullosa. Me sentía extasiada. Tenía el control. Era, otra vez, la vampiresa vengativa que había acabado con una colonia más de vampiros. Kite estaba temeroso, no le gustaba la idea de saber que yo había matado tan tontamente a todos sus discípulos, por muy rebeldes que se le hubieran mostrado. Fingimos celebrarlo con los restos de la fiesta. Yo creía saber lo que pasaba por la mente de Kite en estos momentos. Se daba cuenta de que mientras yo estuviera allí, le impediría fundar una colonia de vampiros tal y como él deseaba. Creía que el último impedimento, el poder amenazar con la muerte al resto de vampiros, estaba ahora a su alcance. Así que dejé descuidadamente la estaca a un lado y continué celebrando la fiesta.

Kite no tardó en coger la estaca. Mal dismulada tras su ropa, fingió reir conmigo y brindar por nuestra nueva conquista. Sólo cuando, tras un abrazo efusivo se apartó dejando clavada la estaca en mi pecho, sonrió de verdad. Pero al verme a mí seguir sonriendo y bebiendo de mi copa, fue quedándose pálido, una mueca de miedo le recorrió el rostro: Yo seguía viva.

Como de manera casual miré hacia abajo y arranqué la estaca. Kite estaba muerto de miedo, pero yo la aparté riendo y seguí como si no hubiera sucedido nada. Me sentía tan superior, tan diosa. Realmente disfruté muchísimo viendo a Kite mortalmente asustado. Ésto, pensé, es lo que hay que hacer realmente si quieres tener una colonia de vampiros. Que te teman. Que te crean algo sobrenatural. Que sientan miedo en tu presencia.

Kite sabía que yo tenía ese poder. Estaba seguro que había asesinado al resto de vampiros. Tanto si yo tenía un poder especial para evitar las estacas o si yo sabía otra manera más efectiva de matar, era lo mismo. El caso es que, a sus ojos, era inmortal, mientras que él tenía una debilidad que no estaba seguro de cuál era. Si seguía vivo era porque yo quería. No era más que una marioneta bajo mis hilos. Como un perro que muerde la mano del que le da de comer, estaba recibiendo una paliza que le demostraba quién era realmente el amo: Yo, Selen de Madrat.

Casi llorando, empezó a suplicarme que fuera buena con él, que prometía vivir bajo mi sombra toda su vida, que haría todo lo que yo le pidiera. Mientras oía esto reí suavemente. Aún borracha de poder, acerqué mis labios a su oído para susurrarle que no importaba, que él siempre había hecho todo lo que yo quise, que siempre había estado bajo mi poder porque siempre le había ocultado el último secreto. Que sólo yo sabía la manera de matar a otro vampiro y que aún cuando lograra huir de mi y formar el mayor ejército jamás visto, aún podría sobreponerme a todos ellos para dejarle claro una vez más quién le concedió el don de la inmortalidad a quién.

En su desesperación creo que tardó un poco en notar mis dientes hundiéndose en su cuello. Gruesas lágrimas iban resbalando y se mezclaban con la sangre que se vertía de su herida. En los últimos estertores de su muerte al fin comprendió lo que ocurría y clavó uñas y dientes sobre mi piel, pero ya era tarde. Noté que dejaba de hacer fuerza y le miré. Seguía siendo el inocente chiquillo que una vez conocí y del que me había enamorado tan tontamente. Su sangre fue la sangre más dulce que jamás bebí. Hice una hoguera con el resto de cuerpos de vampiro y enterré decentemente a Kite. Por un absurdo momento se me ocurrió la idea de vivir siempre así, juntando discípulos para finalmente acabar en un festín sangriento. Pero no dejé que mi borrachera de felicidad me nublara la razón, sabía exactamente lo que tenía que hacer a continuación.

Esta vez no apliqué vendajes protectores a mi herida. Dejé que fuera sangrando lentamente mientras me dirigía a la tumba de Lafftia y en ella, me tendí a esperar la muerte. Esa muerte que librará al fin al mundo de los vampiros.