Erase una vez

Erase una vez un viejo rey, viudo, en un país muy muy lejano. Este rey tenía tres hijos, a cada cual más tonto, mundialmente famosos por su estupidez y torpeza. Preocupado por lo que podría pasar tras su muerte, reunió a sus hijos en la corte y les habló así:

“Hijos mios, ha llegado el momento en el que debo escoger de entre vosotros a mi heredero. Dadas vuestras circunstancias, no confío en que ninguno de vosotros sea capaz de gobernar sabia y justamente. Por tanto, no puedo más que confiar en que sabréis elegir a una reina adecuada para que gobierne en vuestro lugar.

Os daré de plazo dos meses, sesenta días, para que encontréis a vuestra prometida. De entre todos vosotros, el que me convenza de que su prometida será la mejor reina, se convertirá en el heredero de la corona. Recordad que el futuro del país está en vuestras manos.”

Y dicho esto, los tres hijos del rey partieron, cada uno siguiendo su camino, en busca de la esposa perfecta.

Al cabo de los sesenta días, el rey convocó a sus hijos a la corte, para que cada uno le presentara a su prometida y así elegir a la futura reina del país. El primero en hablar fue el hijo mayor, que, acompañado de la mujer más hermosa que ojo alguno había visto jamás, se inclinó ante su padre y le explicó:

“Padre, durante estos sesenta días he mandado a todos mis hombres de confianza a buscar entre las jovenes casaderas a la más hermosa que pudieran encontrar. Aquí te presento a la mujer más hermosa del reino, tan hermosa que todo el pueblo no podrá hacer otra cosa que amarla y respetarla, de forma que harán todo lo posible por mantenerla feliz. De esta forma, el reino será un reino próspero y grande, con la reina más amada que jamás haya existido.”

Ante un gesto del rey, el primero de los hijos se retiró, dando paso al segundo, que venía acompañado de una mujer arrugada y vieja, pero de ojos vivos:

“Padre, dijiste que teníamos que buscar a la mejor reina posible, así que durante estos sesenta días he convocado unas oposiciones a las que se han presentado todas las mujeres casaderas, solteras o viudas, para encontrar a la mujer más sabia, culta y justa de todas ellas. Puede que no sea joven y hermosa como la prometida de mi hermano, pero sin duda será la reina que mejor podrá manejar este país. Estoy convencido de que será vuestra elección.”

Por último, el hijo menor del rey se acercó a éste. No le acompañaba ninguna mujer y estas fueron sus palabras:

“Padre, estuve pensando en lo que dijiste sobre nosotros. No creo que ninguna mujer en sus cabales pueda aceptar de forma libre a casarse conmigo y por tanto no creo que ninguna mujer que pudiera convertirse en mi reina pudiera ser una buena reina para el país. Por tanto, no he escogido a ninguna mujer para que me acompañe puesto que lo que pedíais era imposible.”

El rey, conmovido ante el destello de sabiduría de su hijo menor, se volvió hacia la corte y proclamó la primera república.