Huida

El corazón se le va a salir del pecho. No sabe cuanto tiempo lleva corriendo a ciegas, en la oscuridad, intentando no perder la orientación. Tiene los brazos y las piernas llenos de heridas de las múltiples caídas entre ramas y raíces. El tobillo derecho está inflamado y le duele al apoyarlo, seguir corriendo ha dejado de ser una opción. Al menos el bosque queda a su espalda y ya no escucha a sus perseguidores. Sabe que están ahí, buscando su rastro. Es inevitable.

Se deja caer a la orilla del río. Cada latido resuena en su cabeza como un latigazo que le hace perder la vista durante una fracción de segundo mientras un dolor insoportable interrumpe sus pensamientos. Se acerca al agua e intenta beber y lavarse las heridas mientras piensa un plan de acción. Cuando decidió escapar, sabía que la probabilidad de encontrar un barco era pequeña, casi insignificante, pero se había aferrado a esa posibilidad para encontrar fuerzas para la primera etapa. Ahora tocaba reconsiderar las opciones. No puede quedarse aquí, tiene que seguir adelante. Es sólo cuestión de tiempo que la encuentren.

El corazón vuelve a latir más despacio, ya puede pensar. Está claro que debe seguir por el río, es la única forma de ocultar su rastro, pero el río no es seguro. La corriente es fuerte y deberá luchar por llegar al otro lado. Quizás simplemente debería dejarse arrastrar un trecho y luego volver a la misma orilla.

Pero no, no es tiempo de elaborar un plan, deben estar cerca, tiene que seguir moviéndose, porque parar implica morir. Rueda y se deja caer en el agua. Está fría. Muy fría. Agradablemente fría, porque adormece su cuerpo dolorido. Casi podría cerrar los ojos y simplemente dejarse arrastrar. Puede que lo haga.