Laberinto

Otra vez. Mira la pared gris que se eleva delante suya. La toca, primero con cuidado, casi con miedo, luego la golpea violentamente. “¿Por qué? ¿Por qué yo?” Se vuelve. Sólo hay un camino de salida a este callejón. El mismo por el que entró. Arrastra los pies lejos de la pared. Sigue el pasillo. A su lado se abren más pasillos. Aleatoriamente, va eligiendo uno u otro. Sabe que nunca podría llegar a recorrerlos todos. Son demasiados. Tiene que confiar en un golpe del destino que le lleve justo por el camino adecuado. El camino que le lleve a la salida de este laberinto interminable.

No recuerda cómo entró aquí. Ni siquiera está seguro de que exista un mundo más allá de este laberinto de callejones sin salida. Todo lo que puede recordar es caminar por él, una y otra vez, sin rumbo fijo, chocando contra las paredes, cansado, sin esperanza, pero con una fuerza que no sabe de dónde saca que le impulsa a seguir hacia delante. Es un día interminable. No conoce la noche. No conoce nada más que no sea este laberinto. No conoce a nadie más. Aunque imagina que debe de haber más personas. Quizás en este, quizás en otros laberintos paralelos. Quizás consiguieron salir. Pero no sabe nada de ellos. Lo único que sabe es que está aquí encerrado, que ha estado siempre aquí encerrado. Que tiene que salir. Aunque no sepa por dónde. Que está cansado de caminar. Pero no puede pararse. Sabe que cuando pare no volverá a levantarse. Sabe que entonces habrá llegado el fin.

Pero a veces ni siquiera eso le asusta. A veces espera ansiosamente que llegue ese fin. Que esto termine de una vez. No le importa si nunca más vuelve a levantarse. Quiere salir, pero cuando no hay salida, no se puede hacer nada. Porque eso es lo que piensa las pocas veces que se para. Piensa que quizás no haya salida. Que quizás esto sea todo. El mundo es un laberinto del que no se puede salir. Porque salir significa morirse. Y morirse es rendirse. Y él no va a rendirse. Así que vuelve a levantarse y caminar. Sin rumbo. Sin saber a dónde. Sin saber por qué.

A veces grita, grita con todas sus fuerzas, aunque sabe que nadie va a oirle. Grita y golpea las paredes hasta que sus nudillos chorrean de sangre. Y, a veces, entonces llora. Llora con la desesperación de aquél que es ignorado. De aquél que no importa. Pero nada cambia. Las paredes siguen ahí, impidiéndole el paso. Grises y frías. Tristes. Imperturbables.

Alguna vez le gustaría poder soñar. Soñar que ha salido del laberinto. Soñar que tiene una vida lejos de aquí, que todo esto forma parte del pasado. O más aún, que ni siquiera forma parte de su pasado. Pero no puede. Lo más que consigue cuando cierra los ojos es ver una y otra vez un pasillo interminable que acaba en un callejón sin salida. Es todo lo que puede imaginar. Y poco a poco el desamparo crece en su interior. Nada importa ya. Solo salir. Es lo único que pide.