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Una historia cualquiera
Recuerdo con perfecta claridad nuestro primer encuentro. Bueno, decir esto es un poco estúpido. Realmente no he olvidado ninguno de los momentos que hemos estado juntos. Fue en una gran manifestación. Iba en un grupo más grande, ruidoso, que llevaba banderas y pancartas. Casi bailando, corriendo y saltando, lo mismo aparecían en un extremo que en el otro. En un momento, él y dos de sus amigos se subieron a una estatua y empezaron a cantar, riendo y marcando peligrosamente el compás alrededor de la cabeza de mármol. De pronto, sus ojos se posaron en los míos, que le observaba divertida y casi preocupada, desde abajo. Paró de cantar y me hizo señas de subir. Después de un rato de negativa e insistencia, rompió a reir y saltó, perdiéndose entre la multitud. Nadie a mi alrededor, ni siquiera de los que me acompañaban, había visto nada y yo, sintiendo que mis mejillas se coloreaban peligrosamente, tampoco comenté nada.
Fue unos meses después, paseando junto al río, cuando lo volví a ver. Estaba tumbado bajo la sombra de un árbol, leyendo un libro. Mi paso fue haciéndose más lento hasta casi pararme. Nunca en la vida se me hubiera ocurrido interrumpir su lectura, ni mucho menos acercarme a decirle algo. Pero él debió verme porque cuando estaba a su altura levantó la vista y me sonrió. Estúpidamente quedé clavada en el suelo, sonriendo tímidamente. Pero enseguida recobré el control y volví a andar, esta vez a paso ligero. Fueron segundos los que tardó en levantarse y acomodar su paso al mío.
-¿Ahora también me huyes? Hoy no hago nada peligroso.
Me invitó a un bar y a partir de ahi comenzó una amistad rarísima. Nunca llegamos a quedar, pero siempre acabábamos encontrándonos, en un sitio o en otro, antes o después. Aún hoy no sé si los encuentros eran totalmente casuales o si se hacía el encontradizo. Siempre tenía algo que hacer, parecía que no parase nunca. Lo mismo asaltaba una central nuclear para colgar carteles contra la contaminación que iba a llevar ropa y comida a unos inmigrantes ocultos en alguna casa abandonada. Tenía unos ojos preciosos, enormes, que nunca paraban quietos en ninguna parte. Jamás me cansaba de escuchar sus historias. La amistad llegó a un algo más que nunca pudo cuajar.
Un día desapareció. Al principio no me dí cuenta. A veces, tardaba en aparecer semanas, incluso meses. Pero cuando pasaron seis meses sin aparecer, decidí ir a buscarlo. No tenía teléfono ni dirección y los pocos amigos que me había presentado estaban tan ilocalizables como él. La casa de los inmigrantes estaba vacía. No estaba en ninguno de los bares. No estaba bajo el árbol junto al río. No estaba en ninguna parte. Incluso llegué a pensar si todo no habría sido más que un sueño. Pero seguí buscando.
Las noches fueron lo peor. A veces soñaba que había encontrado a otra, y que ahora paseaban juntos felices por el río. Otras veces me atormentaba pensando si no habría sido sólo un sueño. Un nombre demasiado común junto con un apellido vulgar no me ayudaban a encontrarlo.
Un día apareció uno de sus amigos. Él tampoco quiso decirme dónde estaba y fingió no saber nada. Pero no sería casualidad que dos días después reapareciera en mi vida. Me contó que había estado ocupado y que se marchaba a México. Había decidido unirse en la lucha junto al subcomandante Marcos y que probablemente no lo viera nunca más. Una despedida triste y una carta en mi buzón con unas líneas de Bécquer:
“¿Quieres guardar un buen recuerdo de este amor?
Pues amémonos hoy mucho y mañana digámonos adios”
Es absurdo recordar esto el día antes de mi boda, ¿verdad? Y más, contársela a un completo desconocido que me cruzo por la calle. Pero no pude evitar pararme a escuchar cómo tocaba la guitarra, porque puede que hayan pasado muchos años y que el olvido haya hecho su trabajo. Pero unos ojos como los tuyos, esos no hay dos en la Tierra.