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Azul sobre rojo
Azul sobre rojo. Mientras va saliendo el sol el azul va aclarándose a la par que el rojo se oscurece sin remedio. Su cuerpo, ahora marfil, yace sobre su vestido azul. Esta imagen, que he visto mil veces en sueños, ahora me resulta demasiado tranquila.
He matado a la bestia.
Tenía que hacerlo. Aunque sabía que a mi no me haría daño, que sería a los demás. A mi jamás me haría daño. Me lo confirmaron sus carnosos labios rosas cuando, con sus últimos suspiros, susurraron la verdad. Cuando lamentó haber confiado en que yo la cuidaría tan bien como ella me cuidó siempre a mi, tejiendo a mi alrededor mil mentiras que me cegaran para no dejarme actuar libremente. Cuando me confesó que era el único que sabía la verdad, el único que podría pararle los pies. Cuando supe que era el único que le importaba de verdad.
Desde el primer momento sabía que tendría que ocurrir. Sabía cómo terminaría esto. A pesar de todo, hasta que no vi con mis propios ojos la confirmación, la marca tras el último doblez de su vestido, no fui capaz de asumirlo. Seguía siendo ella. Cualquiera que le dijera que he matado a la bestia pensaría que la bestia soy yo. Una criatura tan sencillamente hermosa no puede ser una bestia. Pero la marca estaba ahi, observándome burlona desde su piel desnuda, casi provocándome, como para que me demostrara a mi mismo que aún sabiéndolo, no sería capaz de hacerlo.
Expiar mis pecados a la vez que limpio los suyos. Ella lo sabía, sabía que así le hacía más favor a ella del que me hacía a mi mismo. Por eso, aún leyendo en mis ojos el futuro, no lo evitó. No huyó cuando sintió el frío del cuchillo y no se defendió cuando lo acerqué a su cuerpo. Al fin, he matado a la bestia.
No, no he matado a la bestia. La bestia me ha matado a mi.