Donde hubo fuego

Son incapaces de articular más que algunos sonidos básicos para comunicarse entre ellos. No saben, tampoco necesitan saber. Son felices en su mundo de luces y sombras donde poco entienden de lo que sucede.

A veces hay tormenta. Odian y aman la tormenta tanto como odian y aman la luz y la oscuridad. Y, a veces, hay rayos. Esos rayos pueden alcanzar una montaña, un arbusto, un árbol. Y prende un fuego que les iluminará el resto de la noche. Algunos atrevidos se acercan al fuego y se calientan con él. Otros sencillamente se acurrucan aún más en las sombras, esperando que esa luz que les ciega se termine de una vez para poder continuar con sus vidas.

Poco a poco van aprendiendo a mantener vivo ese fuego que les calienta y les cobija, que les espanta a las bestias. Saben que si le dedican unos pocos minutos al día, ese fuego les puede durar y proteger toda la vida. Curiosamente, a pesar de ello, algunos van olvidando cuidar el fuego y van dejando que se apague lentamente. También hay veces que otra tormenta enciende otro fuego cerca de ellos y deciden moverse. Pero puede ocurrir que cuando lleguen a esa nueva hoguera, otros ya hayan ocupado los mejores puestos, y no les dejen calentarse. Y cuando miran atrás, los débiles escombros de lo que fue su anterior hoguera les miran como con burla, haciéndoles comprender que si su hoguera no era tan apetecible como la otra fue porque no les dedicaron bastante atención.

Algunos de ellos han aprendido a hacer fuego. Es un proceso lento, costoso, pero al final acaba surgiendo. Son ellos los más afortunados, porque aunque su hoguera se apague, son capaces de hacer surgir otra.

Pero la mayoría piensa que están locos con sus hogueras artificiales.